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1 de julio de 2013

Conozca la realidad de los organismos genéticamente modificados en la agricultura de A.Latina

Pese a la polémica por sus efectos, los cultivos con modificaciones genéticas crecen en América Latina, aumentando el poder de las multinacionales que los comercializan. Los gobiernos debieran explicitar su política al respecto.

Si usted busca en Youtube “Soja Stereo” se encontrará con un video donde el cómico argentino Peter Capusotto aparece junto a otros dos comediantes disfrazados de productores de soja, miembros de un hipotético grupo de “Pop-Rock-Chacarero”. El título de la canción: Transgénico. Imitando los gestos y tics de Gustavo Cerati, Capusotto canta: “Sos, mi pool, de siembra…, un químico que da más rendimiento”.

Bromas aparte, el video satiriza una situación concreta: la compleja realidad de los OGM (organismos genéticamente modificados) en la agricultura latinoamericana. “Los cultivos transgénicos se están expandiendo más rápido que ninguna otra tecnología agrícola de la historia, demostrando que los productores perciben importantes ventajas en ellos”, señala un estudio de la FAO realizado por Terri Raney, donde además se afirma que “los países en desarrollo representan hoy porción significativa de la superficie cultivada total de OGM, pese a la controversia que los envuelve”.

Controversia relacionada con los efectos en la salud humana y en la biodiversidad, pero también con las prácticas comerciales de los proveedores. “Hay quien diga que los OGM permiten ahorrar en insecticidas y herbicidas, pero hay que pagar el royalty”, reconoce Antonio Cerdeira, investigador en la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria (Embrapa, por sus siglas en portugués).

Royalties que, por las buenas o por las malas, intentan recolectar los grandes proveedores de semillas, como la multinacional estadounidense Monsanto. “La biotecnología agrícola ha permitido mejorar el rendimiento de los cultivos, utilizar menos recursos en la producción de alimentos y reducir el uso de insecticidas”, afirma Pablo Vaquero, jefe de sustentabilidad y asuntos corporativos de Monsanto Argentina. “Para seguir desarrollando ese valor, creemos en la necesidad de reconocer y de respetar la Propiedad Intelectual”.

Bajo estas premisas Monsanto ha presentado demandas contra decenas de agricultores por usar su semilla sin pagar. El caso más famoso es el del agricultor canadiense Percy Schmeiser, quien libró una larga batalla legal contra la multinacional. “Cayó como una bomba de tiempo, como un shock, ver que mis semillas se habían arruinado con una semilla que yo no quería en mi tierra”, dice Schmeiser en el documental “David contra Monsanto”. Según el agricultor, las semillas transgénicas de Monsanto estaban contaminando su producción de canola orgánica (una oleaginosa también conocida como raps), arruinando su modelo de negocios. Para Monsanto, en cambio, Schmeiser se estaba beneficiando de la mayor productividad de la semilla OGM patentada sin pagar los royalties del caso. Los tribunales canadienses fueron salomónicos: le dieron la razón a Monsanto, pero no impusieron multas al agricultor.

Pese a que no es el único desarrollador y proveedor de semillas, por este tipo de casos Monsanto se ha ganado la fama de malo de la película. Documentales, reportajes investigativos, informes de ONG denuncian sus prácticas y la acusan de querer apoderarse de la cadena alimentaria, oponerse al rotulado de los alimentos que contengan transgénicos y hacer una suerte de “matonaje genético” en contra de los agricultores. La verdad es más compleja.

REDADA QUÍMICA
Existen cinco tipos de OGM, pero los más utilizados son dos: las semillas modificadas para resistir a los insectos y los que resisten a los herbicidas. Para el bando anti-transgénico ambos son anatema. Los OGM, según ellos, destruyen la biodiversidad y arruinan a los agricultores tradicionales, son responsables de la muerte masiva de abejas y destruyen los fundamentos sobre los cuales se ha fundado la agricultura durante 10.000 años: la semilla como patrimonio de la humanidad.

Vaquero atribuye estas críticas a “la falta de información”, pero en concreto existe un segmento de mercado compuesto por millones de personas en el mundo que están dispuestas a pagar más por un producto no-OGM. En el caso de la soja, una población urbana de ingreso medio-alto prefiere su leche de soja y su tofu sin transgénicos.

Aun así la agricultura orgánica es comparativamente pequeña y la mayoría de los productores se inclina por los OGM. “Monsanto fue pionera en la llegada de los transgénicos en el 96”, admite Hernán Giardini, coordinador de la Campaña de Bosques de Greenpeace en Argentina. “Entonces había apenas 1 millón de hectáreas plantadas de soja. Hoy tenemos unos 23 millones: el 99% transgénicas”.

El estudio de Terri Raney, elaborado en 2006, estimó los rendimientos por hectárea, los ingresos y las reducciones de costos de los pesticidas en distintos países. Los comparó con el aumento de precio de las semillas, y llegó a efectos netos para Argentina, China, India, México y Sudáfrica. Sus conclusiones son sorprendentes. Desde la introducción del algodón transgénico a mediados de los 90, los productores argentinos vieron aumentar sus rendimientos en 33%, sus ingresos en 34% y sus costos de pesticidas disminuir en 40%.

La palabra clave en esta ecuación es “Roundup”. Si usted la busca en un diccionario encontrará: rodeo // redada. Roundup es el nombre comercial del glifosato, el herbicida más vendido en el mundo, producido por Monsanto. En teoría este policía químico mata todo tipo de hierbas malignas, cualquier asomo de vegetación excepto las plantas genéticamente modificadas por la propia Monsanto, las llamadas Roundup Resistant o RR.

La Organización Mundial de la Salud y la Unión Europea han calificado al glifosato como de baja toxicidad para animales y personas. “Los productos fitosanitarios son uno de los productos químicos más regulados en el mundo”, afirma Vaquero, de Monsanto. Pero para Giardini, de Greenpeace, está mal clasificado. “Se fumiga muy cerca de las poblaciones. Hace poco culminó un juicio por lo ocurrido en el Barrio Ituzaingó de Córdoba, donde hubo un montón de casos de cáncer”, afirma. “Hay pedidos de ampliar la ‘zona de exclusión’. Ahora eso depende de cada municipio. En algunos casos son de 500 metros, en otros de 1 ó 2 kilómetros”.

Para Cerdeira, de Embrapa, el glifosato no implica riesgos para la salud ni para el medio ambiente. Sin embargo, su estudio identifica un riesgo concreto en los OGM: el flujo de genes o introgresión. “Cuando un gen de una planta se pasa a otra”, explica el investigador desde su laboratorio en Jaguariúna, estado de São Paulo.

El peruano Luis di Stéfano, profesor e investigador de la Universidad Cayetano Heredia, señala que “en ningún lugar en el mundo los cultivos transgénicos han extinguido una especie o han acabado con una variedad nativa”. La explicación es la siguiente: “Si una planta adquiere un gen y ese gen (en una población salvaje) no le confiere una ventaja en su adaptabilidad al medio, ese gen se pierde por un fenómeno que se llama deriva genética. No se fija en la población”.

En el caso específico de Monsanto, si el gen que resiste al glifosato pasa de la soja transgénica a otra especie, estaríamos en problemas, sobre todo si es una maleza. Algo que “en la práctica no pasa” porque la soja de Brasil no es originaria de Sudamérica, no tiene “pariente” y su polen no viaja a otras plantas. “Con el maíz sí puede pasar”, matiza Cerdeira.

En distintas partes del mundo se han encontrado malezas que desarrollaron resistencia al glifosato, como la Johnsongrass en las plantaciones de soja transgénica en Argentina. Tal como los gérmenes resistentes a los antibióticos, estas “supermalezas” echan por tierra la aseveración de que la soja RR permite ahorrar en herbicidas.

“Hoy (en Argentina) se consumen 19 veces más agrotóxicos que antes de los transgénicos”, afirma Giardini, de Greenpeace. Un estudio publicado hace tres años por el Consejo Nacional de Investigación de EE.UU. advirtió sobre las consecuencias del uso excesivo de transgénicos, el que “podría reducir los beneficios de los OGM como mecanismos de control de plagas y aumentar la probabilidad de un retorno a prácticas nocivas para el medio ambiente”. Se refiere a la roturación tradicional del suelo, con arado, una técnica reconocidamente erosiva.

Las compañías de biotecnología están respondiendo a esta amenaza con una nueva generación de OGM, como la soja RR2 de Monsanto. “Creemos que los productores verán beneficios impresionantes comparados con el producto Round Up Ready post-patente y libre de royalties”, afirma la empresa en su página web. Pero la introducción de esta nueva tecnología en países como Brasil ha estado precedida de acciones legales por parte de los agricultores locales contra el corazón del modelo: el pago de regalías.

FRONTERA AMARELA
La primera autorización para plantar soja RR en Brasil data de 2003. En 2005 se adoptó una ley de bioseguridad y biotecnología que prohíbe plantar OGM sin antes registrarse ante los organismos públicos dependientes del Ministerio de Agricultura. El principal de ellos es la Comisión Nacional Técnica de Bioseguridad (CNTBio), que autoriza las importaciones de OGM, establece los riesgos y los resguardos para evitar la contaminación genética. La ley estipula además zonas específicas de exclusión, como las tierras indígenas.

Hoy la superficie sembrada alcanza a unos 37 millones de hectáreas, compuestas principalmente de soja (25 millones), maíz y algodón. En el caso de la soja el porcentaje de transgénicos supera el 70%, contra 30% de maíz y 16% de algodón, según cifras oficiales. Sin embargo, la relación de Monsanto con los sojeros brasileños comenzó a complicarse hace algunos años.

Según un artículo publicado por la revista Nature, Monsanto les cobra 2% de sus ventas a todos aquellos que usan sus productos, además de la semilla, y no pueden guardarla de una temporada a otra. En 2009 un consorcio de sindicatos agrícolas de Rio Grande do Sul presentó un recurso contra el modelo de cobro de Monsanto. El año pasado la Federación Agrícola de Mato Grosso (Femato por sus siglas en portugués) presentó otro recurso para decretar la caducidad de la patentes de la soja RR, suspender el pago de royalties y obligar a Monsanto a devolver los pagos realizados desde 2010, unos US$ 90 millones. En mayo pasado el Tribunal Superior de Justicia les dio la razón.

“Esta decisión del STJ es un reconocimiento importante”, señala Rui Prado, presidente de Femato. “Defendemos el cobro justo y lo que señala la legislación brasileña de patentes”.

Según Cerdeira, los litigios de Monsanto en EE.UU. muestran que es difícil enfrentar la estructura jurídica que la multinacional y otros actores del sector, como Dow y Dupont, utilizan para garantizar sus inversiones en I+D. “Están muy bien preparadas y juegan duro en los tribunales”, afirma.

“Monsanto sigue confiando en su derecho y la validez de la patente de soja RR1 al 2014, de acuerdo con la legislación brasileña”, señala Vaquero. “En casos similares anteriores, el Departamento de Justicia ha corregido las fechas de caducidad de otras patentes de soja RR1 en línea con las disposiciones de la Ley de la Propiedad Industrial”.

Al cierre de esta edición los productores de 10 estados aceptaron una propuesta de Monsanto para suspender de manera permanente e irrevocable el pago de regalías de las RR y obtener licencias para comprar la RR2. Los productores de Mato Grosso rechazaron el acuerdo.

CUESTIÓN DE ESTADO
Las críticas a los transgénicos se pueden clasificar en tres categorías. La primera es casi religiosa: sacar genes de una especie e introducirlos en otra es un pecado contra la naturaleza de consecuencias imprevisibles. La segunda podría calificarse de socialista y se relaciona con la privatización de las semillas. “Nadie tiene derecho a patentar la naturaleza”, dice Percy Schmeiser ante un auditorio anti-OGM en el documental que protagoniza.

Pero hay una tercera crítica que debiera preocupar más a los países de América Latina y es de carácter nacionalista: la soberanía alimentaria.

Un cable de la embajada estadounidense en Ecuador, publicado por Wikileaks, solicita financiamiento para apoyar el viaje de periodistas ecuatorianos a EE.UU. a participar en un “tour biotecnológico” de una semana. “La opinión pública en Ecuador es actualmente ambivalente respecto de la biotecnología”, afirma el cable. “El propósito del viaje es educar a los opinion-makers sobre la biotecnología con el objetivo de generar una cobertura noticiosa honesta y basada en elementos científicos, consistente con la posición de los EE.UU. en materia de biotecnología”.

Como éste hay otros, como el fechado en Argentina en agosto de 2009. “El embajador pudo dar apoyo al acuerdo con la provincia de Chaco para trabajar con productores locales de algodón. El gobernador Capitanich está muy entusiasmado por trabajar con Monsanto”.

Para los gobiernos latinoamericanos, esta ofensiva diplomática y comercial tiene costos tanto políticos como de bienestar. Porque, desde el punto de vista de los productores, resulta muy diferente depender de un proveedor extranjero como Monsanto que de dos o tres con participación local. El traspaso de renta del productor al proveedor, de la tierra al laboratorio, es significativo, como demuestra el estudio de Terri Raney. Esta economista agraria detectó una diferencia significativa en los resultados económicos obtenidos por los productores chinos y argentinos que adoptaron el algodón transgénico. Los chinos vieron aumentar sus utilidades en 340% versus apenas 31% de sus pares argentinos. Una de las razones es el precio de las semillas. Monsanto (y los demás proveedores) les quintuplicaron el precio, mientras que en China este costo apenas se duplicó en el lapso estudiado.

“Gran parte del éxito de China descansa en su altamente desarrollado sistema público de I+D, que ha producido dos variedades resistentes a insectos y que compiten directamente con Monsanto”, señala el estudio.

Brasil ha intentado hacerlo: Embrapa desarrolló su propia variedad transgénica de soja junto con Basf, la CV 17, comercializada como Cultivace. Parece poco frente a las 21 variedades aprobadas en el país, de las cuales 12 pertenecen a Monsanto, pero va en el sentido correcto.

Otra opción es la adoptada por Perú. El gobierno de Ollanta Humala decretó en 2011 una moratoria de 10 años en el uso de transgénicos, presentada durante el gobierno de su predecesor, Alan García. Cabe preguntarse si con ello busca poner un cortafuegos que defienda a ultranza la agricultura tradicional andina, especialmente la del algodón, o ganar tiempo para… generar sus propios OGM con marca Perú. Una posibilidad que Luis di Stéfano refuta de plano. La ley peruana permite la siembra con fines de investigación, pero sólo con semillas desarrolladas en el extranjero. “Eso quiere decir que si un peruano desarrolla un transgénico propio, podrá morirse de viejo y nunca le van a aceptar que pruebe sus cultivos”, afirma, recordando que “INIA (Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria) está pobremente equipado, no tiene gente de punta, no hay ni un solo doctor. En el Perú ya no se hace casi investigación genética de avanzada”.

Curiosamente, la ley permite la importación de variedades transgénicas, pero no su siembra. Una victoria “del lobby orgánico”, según Di Stéfano, y de chefs famosos como Gastón Acurio “que hablan de la agricultura de una manera romántica, olvidando que nada de lo que comemos en el mundo es natural. Lo único que es natural es todo lo que cazamos y pescamos. El resto no se parece en nada a lo que comió Adán y Eva”.

Esta expulsión del paraíso debida a la presión demográfica y de mercado por más alimentos tiene al sector agrícola atrapado entre el rendimiento de los OGM y el empobrecimiento del suelo.

Recuérdelo la próxima vez que vaya a un supermercado o una feria libre. “Cosecha mi seducción…”, canta Capusotto en el video de Soja Stereo. Decida usted si le hace gracia.

*Este reportaje fue escrito junto con Rodrigo Lara en Buenos Aires, Sérgio Siscaro en São Paulo, Laura Villahermosa en Lima y Camilo Olarte en México.

Autor Carlos Tromben en AE

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