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3 de junio de 2013

La clave de la evolución científica

La Reforma del siglo XVI fue la clave para entender la Revolución científica. Esta es una verdad histórica admitida en todas las áreas.

El retorno a la biblia permitió recuperar las insistentes referencias de Salo­món para estudiar la Naturaleza; los repeti­das llamados de los Salmos y los profetas para observar el cosmos y, sobre todo, el mandato recogido en el primer libro del Génesis (ese mismo donde se afirma que el hombre traba­jaba antes de la Caída) de dominar y cono­cer la Creación. Ese retorno a las enseñanzas de la Biblia por encima de otras autoridades permitió emanciparse del Escolasticismo me­dieval que ya había dado todo lo que podía y, sobre todo, contemplar la Naturaleza como un objeto de dominio y conocimiento al que no se aplicaban las leyes de la teología sino las de una ciencia propia.

Las consecuencias resultaron espec­taculares. Ramus y Bacon rechazaron el método silogístico de la Escolástica medie­val señalando que era inadecuado para la ciencia en la medida en que partía de no­ciones y no de los hechos de la Naturale­za. Palissy, Pare e Isaac Beeckman, el gran científico calvinista de Holanda, hicieron hincapié en un método científico que, con claras resonancias de los Salmos, partía de la observación de la Naturaleza. De hecho, Beeckman, que anunció el principio de inercia, se adelantó al mismo Galileo en obtener una deducción dinámica de la ley de los cuerpos que caen. Como señaló en su día Lewis Mumford en su Technics and Civilization: “Fue un óptico holandés, Jo­hann Lippersheim, quien en 1605 inventó el telescopio y así sugirió a Galileo los mé­todos eficientes que necesitaba para reali­zar observaciones astronómicas.

En 1590, otro holandés, el óptico Zacha­rias Jansen inventó el microscopio compues­to, posiblemente también el telescopio. Un invento aumentó la perspectiva del macro­cosmos; la otra reveló el microcosmos; entre ellas, los conceptos ingenuos de espacio que el hombre ordinario tenía quedaron total­mente deshechos”.

Como en el caso del mercado crediticio o en el de la educación, las naciones donde había triunfado la Reforma –más pobres y pequeñas a decir verdad– adelantaron de manera prodigiosa a las grandes potencias católicas por no decir a las ortodoxas. La supremacía protestante resulta tan aplas­tante que podríamos citar docenas de ejemplos de cómo sus científicos se con­virtieron en precursores y paradigmas del avance científico.

Hay otros más importantes. Por ejem­plo, Francis Bacon (1561-1626) que estable­ció el método científico y, a la vez, podía escribir obras de teología protestante. Por ejemplo, Johannes Kepler (1571-1630), pia­doso luterano que revolucionó las mate­máticas y la astronomía trabajando sobre la luz y las leyes del movimiento planeta­rio alrededor del sol y que además escribía sobre teología. Su talento era tan extraor­dinario que los gobernantes católicos de Graz –mucho más sensatos que el español Felipe II – le insistieron en que siguiera en la ciudad. Por ejemplo, Robert Boyle (1627- 1691) que no sólo enunció la ley de Boyle sino que fue el creador de la química mo­derna y uno de los fundadores de la Royal Society. Apasionado protestante, contri­buyó económicamente, por ejemplo, a la traducción del Nuevo Testamento al turco. Por ejemplo, John Ray (1627-1705), botáni­co, zoólogo y apologista cristiano de cuya obra tomaría masivamente Linneo.

Por ejemplo, Isaac Barrow (1630-1677), maestro de la óptica y de Isaac Newton, ade­más de teólogo extraordinario en cuya elo­cuencia se inspiró William Pitt para sus dis­cursos parlamentarios. Por ejemplo, Antonie van Leeuwenhoek (1632-1723), descubridor de las bacterias. Por ejemplo, Isaac Newton (1642-1727), el mayor científico de la Historia que destacó en áreas como la óptica, la mecá­nica y las matemáticas, pero que, a la vez, fue un magnífico economista y un notable autor de libros de teología, protestante, por supues­to. Por ejemplo, Carlos Linneo (1707-1778), al que debemos la taxonomía indispensable para el progreso de las ciencias naturales. Por ejemplo, Leonhard Euler (1707-1783), matemático, el más famoso de los científicos suizos y piadosísimo calvinista. Por ejemplo, John Dalton (1766-1844), fundador de la mo­derna teoría atómica y convencido cuáquero que abrió una escuela en un granero para hacer avanzar la alfabetización. Por ejemplo, David Brewster (1781-1868), investigador de la luz polarizada. Por ejemplo, Michael Fara­day (1791-1867), cuyas obras sobre electrici­dad y magnetismo revolucionaron la física y de cuyo talento seguimos aprovechándo­nos hoy porque sentó las bases de adelantos como los ordenadores, el teléfono o las redes de internet. A él le preocupaba, sin embargo, mucho más vivir una existencia de acuerdo con los principios del Nuevo Testamento en el seno de una pequeña comunidad protes­tante. Insisto en ello: son sólo algunos boto­nes de muestra.

¿Hubo científicos católicos en esa misma época en que la Europa de la Reforma conocía una revolución científica sin precedentes en la Historia de la Humanidad? Desproporcio­nadamente pocos cuando se comparan con el número de los protestantes y, sobre todo, sometidos a una trayectoria reveladora. Gali­leo (1564-1642) –que basó buena parte de sus avances en las obras de científicos calvinistas holandeses– fue juzgado y condenado por la Iglesia Católica. Se convirtió en un claro avi­so para navegantes. Blaise Pascal (1623-1662) fue un hereje jansenista desde la perspectiva católica con una visión de las doctrinas de la gracia completamente reformada. Descar­tes (1596-1650) insistió una y otra vez en su ortodoxia católica e incluso subrayó que no iba a examinar las creencias religiosas –lo que no deja de ser una interesante declaración de principios que se comprende de sobra con el precedente represor de Galileo– pero, a pesar de todo, no conoció la libertad científica en tierras católicas. Pascal estaba convencido de que, en el fondo, era un ateo, pero, fuera lo que fuese, lo cierto es que pasó buena parte de su vida en la protestante Suecia mientras que sus obras –demasiado científicas– fueron colocadas en 1663 en el Índice de libros prohi­bidos por el Papa. Los tres casos constituyen una buena prueba de que la ciencia hubiera podido desarrollarse en naciones mediterrá­neas igual que en el norte de Europa... si hu­bieran abrazado la Reforma. Por el contrario, el hecho de continuar sometida la ciencia a autoridades eclesiásticas resultó nefasta para esas naciones.

Las consecuencias que esta situación tuvo para España y para otras naciones ca­tólicas fueron pavorosas y llegan hasta el día de hoy. En el siglo XVI, como siempre ha sucedido a lo largo de la Historia de las guerras, los adelantos técnicos –lo mismo sea la espada de hierro contra la de bronce o la legión frente a la Falange– eran esen­ciales para la victoria. Sin embargo, Felipe II, el monarca que ya había hundido varias ocasiones la economía nacional decidió, por añadidura, prohibir que los estudiantes es­pañoles se matricularan en universidades extranjeras. España lo pagó muy caro en el campo de batalla. Cuando la Armada desti­nada a invadir Inglaterra para reimplantar el catolicismo se enfrentó con las naves in­glesas, los españoles continuaban técnica­mente en Lepanto. Los ingleses, sin embar­go, a pesar de su inferioridad numérica y de su menor relevancia económica, no habían dejado de avanzar técnicamente. El resulta­do es sabido por todos.

Por supuesto, entonces –como ahora– hubo quien se percató de lo que sucedía. En 1592, una década antes de la publicación de la Biblia de Reina-Valera, cuando el imperio español marchaba a su ocaso desangrado por guerras cuya única justificación aparen­te era el combate contra el protestantismo, el desastre sufrido por la fuerza de desem­barco que debía invadir Inglaterra provocó uno de los primeros cuestionamientos de la política de España. Ginés de Rocamo­ra, el procurador de Murcia, defendió, en clara armonía con aquellos principios, que España debía “sosegar a Francia, reducir a Inglaterra, pacificar a Flandes y someter a Alemania y Moscovia”. No se le escapa­ba al triunfalista Rocamora lo audaz de su tesis, pero pronto echó mano de un argu­mento que, de nuevo según el enfoque de la Contrarreforma, debía disipar cualquier posible –y arriesgada– objeción. La causa de España era la de la Iglesia Católica y, por lo tanto, era la de Dios. Por ello, había que tener la absoluta convicción en que “Dios dará sustancias con que descubrirá nuevas Indias y cerros de Potosí, como descubrió a los Reyes Católicos de gloriosa memoria...”. España era una nación elegida y, al realizar los designios de Dios, ya se ocuparía Éste de proporcionarle recursos. La ardorosa exposición de Rocamora encontró un tem­plado contrapunto en Francisco Monzón, otro procurador que, quizá por representar a Madrid, conocía más a fondo el impacto que aquellas guerras estaban teniendo so­bre la Capital y Corte. Para Monzón resul­taba obvio que era absurdo seguir desan­grando el imperio en pro de unos intereses que no eran los de la nación española sino los de terceros no pocas veces ingratos.

Ante el argumento –aparentemente sóli­do– de que España estaba contribuyendo a facilitar la salvación y a impedir la perdición eterna de sus adversarios, Monzón no pudo dar una respuesta más escueta y, a la vez, convincente: “si ellos se quieren perder que se pierdan”. Monzón no fue escuchado. Es­paña siguió dilapidando sus recursos –suena a historias recientes de fondos comunitarios o de subvenciones– y despertó arruinada porque el oro de las Indias no podía mante­ner la fiesta de manera perpetua.

Y es que la Historia no se detiene para nadie y menos para los que se empeñan en mirar a un pasado idealizado en lugar de al presente y al futuro.

Como en el caso de otras diferencias que nos colocaban en situación de gravísima infe­rioridad, el siglo XVIII fue testigo de algunos intentos infructuosos por corregir los males del pasado. El Padre Feijoó, por ejemplo, que admiraba a herejes como Bacon y Newton, protestó contra la superstición y abogó por una mentalidad científica que permitiera avanzar a la nación. Tenía toda la razón, pero no sirvió de nada.

Algunas naciones que, como Francia, se desprendieron del armazón de la Contra­rreforma en algún momento lograron recu­perar, siquiera en parte, el tiempo perdido. Para el resto, los datos seguirían siendo es­tadísticamente espeluznantes. Según John Hulley, un economista del Banco Mundial, de todos los premios Nobel relacionados con la ciencia y otorgados entre 1901 y 1990 el 86% habían sido ganados por protestantes y judíos, en este último caso el 22%. La estadís­tica sobrecoge.

A decir verdad, hoy nos seguimos topan­do con el mismo dañino fanatismo en los que niegan la realidad de la Historia, en los que señalan que cuando se habla de nacio­nes que nos adelantaron hace siglos sin que hayamos conseguido igualarnos a ellas, en los que apelan a lo que se ha hecho “toda la vida”, en los que miran con desprecio a los que cuestionan sus prejuicios y, de manera muy especial, si son miembros de minorías “diferentes” y en los que observan por en­cima del hombro a los partidarios de la in­novación porque para algunos de ellos has­ta aprender inglés resulta de conveniencia discutible. Es posible que se crean la esencia de la raza, de una España elegida por Dios, pero sólo forman parte de la legión de faná­ticos que han encadenado a esta nación –y a otras– al atraso durante siglos.

Sin duda, en el último medio siglo Espa­ña ha avanzado en el terreno de la ciencia y lo mismo podría decirse de otras naciones sociológicamente católicas. Sin embargo, no cabe engañarse. Seguimos sin tener una sola universidad entre las ciento cincuenta pri­meras del mundo y nuestros Premios Nobel siempre discurren en el terreno de lo litera­rio. De los científicos, uno, Cajal, era un des­creído anti-católico y otro, Ochoa, lo logró en Estados Unidos. Los paralelos con Portugal, Italia e Hispanoamérica saltan a la vista.


IMPACTO EVANGELISTICO

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